De vuelta a su ciudad natal, Clara comenzó a oír hablar de un hecho que influiría de manera decisiva en su vida: la conversión del joven Francisco, “el rey de la juventud de Asís”, hijo del rico comerciante Pedro Bernardone. Con mucha probabilidad, siguió con un secreto interés los rumores populares sobre los pasos del joven convertido. Poco a poco llegó a sus oídos que otros jóvenes de la ciudad y de sus alrededores abandonaban todo para unirse a Francisco: unos, miembros de la vieja nobleza, otros, de la nueva burguesía, y otros, finalmente, gentes del campo, artesanos... Hacia 1209 en Asís se supo que, conseguido del Papa Inocencio III el reconocimiento de su forma de vida, se habían establecido en una pobre cabaña en Rivotorto y, después, en la ermita de Santa María de los Ángeles, viviendo del trabajo de sus manos y de la limosna, predicando la penitencia en iglesias y plazas y sirviendo a los leprosos. Clara quedó fuertemente impresionada por el “cambio de vida” de Francisco y de sus primeros compañeros. Poco a poco fue madurando, también ella, la idea de abrazar totalmente la pobreza, la humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo.
En los primeros meses de 1211, Clara informó a Francisco de su propósito; por lo que, en la noche del Domingo de Ramos, después de haber vendido los bienes de su dote para el matrimonio y distribuido lo recabado entre los pobres, se escapó de la casa paterna y se dirigió a la ermita de Santa María de los Ángeles, donde la esperaban Francisco y sus compañeros. En la conmoción general, llevó a cabo un gesto altamente simbólico: mientras sus compañeros empuñaban antorchas encendidas, Francisco le cortó sus cabellos y Clara, dejando sus vestidos delicados, se vistió con un burdo hábito penitencial. Iniciaba, de esta manera tan sugerente, el camino apasionante de Clara de Asís, cuyo único deseo era vivir el santo Evangelio que “Francisco, con su palabra y con su ejemplo, le había mostrado”, sumergiéndose con los ojos del rostro y con los del corazón en el Cristo pobre y crucificado, ¡el amado de su alma! Como Clara y sus compañeras, innumerables mujeres a lo largo de la historia se han sentido y siguen sintiéndose atraídas por el amor a Cristo que, en la belleza de su Persona, llena el corazón y hace feliz. Ella misma dirá, algunos años más tarde: “El amor de Cristo nos hace felices de verdad”. Clara, prácticamente sola, abandonó para siempre la seguridad y las comodidades de su casa por seguir los pasos de Francisco, ¡a quien los más consideraban todavía un loco! Fue sin duda un salto en el vacío. Contra la tradición de la familia. Contra las conveniencias sociales. Los meses siguientes no fueron nada fáciles: rechazo de la tranquila y organizada seguridad de los monasterios benedictinos en los que se hospedó por pocos días, y resistencia contra la presión y la violencia de los familiares. Finalmente el obispo de Asís, seguramente cómplice en toda esta aventura, le cedió la pequeña iglesia de san Damián.
El amor a Cristo pobre llenó la vida de Clara. Su secreto se encierra todo él en haber comprendido y vivido su vida cristiana como una relación de familiaridad y de amor con la persona de Jesucristo, “el más hermoso de los hijos de los hombres, que, por nuestra salvación, se ha hecho el más pobre y despreciado”. Este hecho iluminó su vida y sus opciones. Clara, “enamorada de Cristo”, quiso seguir con absoluta fidelidad la vocación que había recibido: “seguir las huellas del Hijo de Dios, que se había hecho para nosotros camino”. La opción por la pobreza de Cristo y de su Madre, la Virgen María, era para ella una exigencia de fidelidad a esta vocación. La mirada enamorada de Clara permaneció hasta el final fija en el Hijo de Dios, cuya vida contemplaba y meditaba sin cesar.
PROFESIÓN: HERMANA POBRE
Sólo la opción exclusiva por Cristo pobre y humilde explica la decisión con la que santa Clara se adentró en el camino de la “altísima pobreza”. Percibía esta pobreza en toda la experiencia terrena del Señor Jesús, desde Belén hasta el Calvario. Poco a poco, el “amor de Aquel que pobre nació en Belén, pobre vivió en este mundo y desnudo murió en la cruz” transformó el corazón de Clara en un “corazón de pobre” que significa, ni más ni menos: ¡contar sólo con Dios! Es la lógica evangélica de la no-eficacia, de la no-espectacularidad, de los resultados no-llamativos. Esta lógica que Clara quiso abrazar, siguiendo el ejemplo de Cristo, es siempre desconcertante: lo fue para los discípulos de Jesús y lo será siempre para todo creyente. El “mundo” no puede aceptar esta lógica: nuestro mundo se basa justamente sobre la eficacia y, desde ella, crea una verdadera obsesión por los resultados, por las apariencias, por asegurarse el presente y el futuro, el éxito en todos los ámbitos: trabajo, afectos, negocios, fama... En cambio, el “secreto” de Clara y de Francisco consiste en un gran abandono en Aquel que sigue nutriendo una confianza increíble en nosotros. Clara y Francisco respondieron con pasión a la pasión de Dios por el hombre; vivieron con audacia el reto de la pobreza absoluta, que conduce necesariamente a la cruz, a la lógica de la semilla que ha de morir para poder dar fruto. Una lógica que nace del Evangelio y que es fuente de alegría, de audacia, de creatividad.
RASGOS CARACTERÍSTICOS
INTRÉPIDA
Clara actuó siempre con gran determinación y valentía para defender la vocación que el Señor le había hecho descubrir a través de san Francisco. Obtuvo del Papa Gregorio IX o, probablemente, ya del Papa Inocencio III, el llamado “Privilegio de la pobreza”. De acuerdo con este privilegio, Clara y sus hermanas de san Damián no podían poseer ninguna propiedad material. Se trataba de una excepción verdaderamente extraordinaria respecto a la praxis vigente y las autoridades eclesiásticas de aquel tiempo lo concedieron apreciando los frutos de santidad evangélica que reconocían en el modo de vivir de Clara y de sus hermanas. Esto demuestra que en los siglos de la Edad Media el papel de las mujeres no era secundario, sino considerable. Clara, además, fue la primera mujer en la historia de la Iglesia que compuso una Regla escrita, sometida a la aprobación del Papa, para que el carisma de Francisco de Asís se conservara en todas las comunidades femeninas que ya se iban fundando en gran número en su tiempo. La fe de Clara y su amor inquebrantable a la herencia de Francisco hizo que el monasterio de san Damián se convirtiera en lugar de fidelidad a los orígenes franciscanos.
ALEGRE
Toda la vida de Clara de Asís fue un himno de alabanza y de acción de gracias a Aquel que la creó, la guió y la custodió. Las hermanas, en el proceso de canonización, hablan de esa alegría contagiosa que irradiaba de su rostro cuando venía de la oración; y afirman: “Siempre estaba alegre en el Señor; jamás la hemos visto alterada”. La verdadera alegría es ante todo interior y la recibimos como don del Espíritu Santo. Quien la posee, ya no busca la “alegría pasajera” de este mundo. Se renueva con sólo mirar la gratitud de Aquel que da en abundancia todo bien. Es reconocimiento. Es acción de gracias: “Ve segura -dice a su alma-, porque llevas buen compañero para el viaje. Ve -añade-, porque Aquel que te creó te santificó; y, guardándote siempre, como la madre al hijo, te ha amado con amor tierno. Tú, Señor -prosigue-, bendito seas porque me creaste”. Estas fueron las últimas palabras de Clara de Asís.
INTRÉPIDA
Clara actuó siempre con gran determinación y valentía para defender la vocación que el Señor le había hecho descubrir a través de san Francisco. Obtuvo del Papa Gregorio IX o, probablemente, ya del Papa Inocencio III, el llamado “Privilegio de la pobreza”. De acuerdo con este privilegio, Clara y sus hermanas de san Damián no podían poseer ninguna propiedad material. Se trataba de una excepción verdaderamente extraordinaria respecto a la praxis vigente y las autoridades eclesiásticas de aquel tiempo lo concedieron apreciando los frutos de santidad evangélica que reconocían en el modo de vivir de Clara y de sus hermanas. Esto demuestra que en los siglos de la Edad Media el papel de las mujeres no era secundario, sino considerable. Clara, además, fue la primera mujer en la historia de la Iglesia que compuso una Regla escrita, sometida a la aprobación del Papa, para que el carisma de Francisco de Asís se conservara en todas las comunidades femeninas que ya se iban fundando en gran número en su tiempo. La fe de Clara y su amor inquebrantable a la herencia de Francisco hizo que el monasterio de san Damián se convirtiera en lugar de fidelidad a los orígenes franciscanos.
ALEGRE
Toda la vida de Clara de Asís fue un himno de alabanza y de acción de gracias a Aquel que la creó, la guió y la custodió. Las hermanas, en el proceso de canonización, hablan de esa alegría contagiosa que irradiaba de su rostro cuando venía de la oración; y afirman: “Siempre estaba alegre en el Señor; jamás la hemos visto alterada”. La verdadera alegría es ante todo interior y la recibimos como don del Espíritu Santo. Quien la posee, ya no busca la “alegría pasajera” de este mundo. Se renueva con sólo mirar la gratitud de Aquel que da en abundancia todo bien. Es reconocimiento. Es acción de gracias: “Ve segura -dice a su alma-, porque llevas buen compañero para el viaje. Ve -añade-, porque Aquel que te creó te santificó; y, guardándote siempre, como la madre al hijo, te ha amado con amor tierno. Tú, Señor -prosigue-, bendito seas porque me creaste”. Estas fueron las últimas palabras de Clara de Asís.
HUMILDE
En el convento de san Damián Clara practicó de modo heroico las virtudes que deberían distinguir a todo cristiano: el espíritu de oración y de continua conversión, la humildad y la caridad. Aunque era la “superiora”, ella quería servir personalmente a las hermanas enfermas, lavándoles los pies y las heridas, y dedicándose a las tareas más humildes. La enfermedad apareció en seguida en el horizonte de Clara, haciéndose su compañera de camino en medio de la monotonía de lo cotidiano, rota ocasionalmente por algún que otro suceso excepcional, como el ingreso en san Damián, hacia 1229, de Beatriz, la hermana pequeña de Clara, y, poco después, de su madre Hortolana; o el asalto a san Damián, en 1240, de las tropas sarracenas, pagadas por el emperador Federico II, que pretendía imponer su autoridad en Asís: Clara “manda, pese a estar enferma, que la conduzcan a la puerta y la coloquen frente a los enemigos, llevando ante sí la caja de plata donde se guardaba con suma devoción el Cuerpo de Cristo... Y de inmediato los enemigos se escaparon deprisa por los muros que habían escalado” (Leyenda 22). Al año siguiente, un nuevo suceso bélico vino a turbar la paz de san Damián: Asís era asediado por Vital de Aversa, al frente de las tropas imperiales; y la ciudad se vio liberada del asedio por la oración humilde y confiada de Clara.
LUMINOSA
Clara murió el 11 de agosto de 1253. El ejemplo luminoso de su vida evangélica y los milagros que se verificaron por su intercesión, impulsaron al Papa Alejandro IV a canonizarla en 1255, elogiándola en la bula de canonización, en la que se lee: “¡Cuán intensa es la potencia de esta luz y qué fuerte el resplandor de esta fuente luminosa! En verdad, esta luz se mantenía encerrada en el ocultamiento del monasterio y fuera irradiaba fulgores luminosos; se recogía en un pequeño monasterio, y fuera se expandía en todo el vasto mundo. Se custodiaba dentro y se difundía fuera. Clara, en efecto, se escondía; pero su vida se revelaba a todos. Clara callaba, pero su fama gritaba”. Y es exactamente así: son los santos quienes cambian el mundo a mejor, lo transforman de modo duradero, introduciendo las energías que sólo el amor inspirado por el Evangelio puede suscitar. Los santos son los grandes bienhechores de la humanidad (Benedicto XVI).