Con esta expresión, "tener el corazón vuelto hacia Dios", entendía san Francisco lo que hoy nosotros llamamos conversión. Volver nuestra mirada, sí. La de los ojos y la del corazón. Porque tantas veces anda perdida o demasiado centrada en nuestro ombligo. Volver nuestra mirada, sí. Porque, más que en las palabras o en los gestos el encuentro con Él se da en la mirada. En la Suya y en la nuestra.
Cuentan los biógrafos que el joven Francisco, al comienzo de camino de conversión, buscaba la soledad y el silencio de la ermita de san Damián. Fue en ese lugar donde aprendió a fijar su mirada en el Crucificado que presidía el ábside de la pequeña iglesia en ruinas. Al calor de su mirada, misericordiosa, sumergido en la profundidad de aquellos ojos grandes y penetrantes, descubrió su vocación. Una voz le invitaba a entregar su vida por la Iglesia de Dios que debía ser reparada y restaurada sobre su único y seguro fundamento que es Cristo, pobre y humilde. Él fue fue quien enseñó a Francisco a mirarse a sí mismo y a mirar el mundo con ojos nuevos.
En esta Cuaresma, mira mucho a Jesús...
Pídele que te enseñe a mirar con sus ojos...
Cuando san Francisco oraba en selvas y soledades, llenaba de gemidos los bosques, bañaba el suelo en lágrimas, se golpeaba el pecho con la mano, y allí hablaba muchas veces con su Señor. Allí respondía al Juez, oraba al Padre, conversaba con el Amigo, se deleitaba con el Esposo. Meditaba muchas veces en su interior sin mover los labios, e, interiorizando todo lo externo, elevaba su espíritu a los cielos. Así, hecho todo él no ya sólo orante, sino oración, enderezaba todo en él -mirada y afectos- hacia lo único que buscaba en el Señor (2Celano 95).