18 de septiembre de 2019

CAMINAR POR LAS ALTURAS: S. JOSÉ DE CUPERTINO

El 18 de septiembre celebramos a san José de Cupertino, franciscano conventual italiano. Cuando pienso en este santo, me vienen a la cabeza las palabras del profeta Habacuc: “El Señor soberano es mi fuerza, él me da piernas de gacela y me hace caminar por las alturas” (3, 19). Toda su vida estuvo jalonada de experiencias muy duras y aplastantes. Lo normal hubiese sido que una persona así jamás hubiera “levantado el vuelo”, arrastrando como una losa pesadísima una imagen de sí mismo y una autoestima ínfimas... Me explico. 

Cuentan que Giuseppe vino al mundo en un establo de la pequeña aldea de Cupertino (Pulla, sur de Italia). Su familia tuvo que refugiarse en aquel tugurio pobrísimo como consecuencia de la sentencia de embargo dictada contra el padre por no poder pagar a sus acreedores. Desde niño, sufrió el carácter áspero y furibundo de su madre, que solía tratarlo con mucha dureza, recordándole frecuentemente que “no servía para nada, que era un inútil”. Sintió muy joven la llamada a la vida religiosa y pidió ser admitido en varios conventos franciscanos, pero de todos ellos lo echaron. Los frailes decían que los encargos que se le daban, o se le olvidaban o los hacía al revés. Pasaba por ser un inútil para todo. En el colmo de sus males, al volver a casa tras un nuevo fracaso en la vida conventual, su padre acababa de morir y los acreedores pretendieron meter al hijo, heredero de deudas, entre rejas. ¡Con cuántas humillaciones prepara el Señor el alma de algunos de sus santos! 

Pasará largas horas en el santuario de la Grottella de su ciudad natal, delante de la imagen de la Virgen, confiándole su suerte: “Todos me echan. Todos se burlan de mí. ¡Mis propios familiares! ¿Qué será de mí? ¿Qué hacer? ¡Señor, en tus manos entrego mi destino! ¡María, sálvame y ayúdame!”. Finalmente, será admitido entre los franciscanos conventuales. Pero esta vez, el oro que cubrían las pobres apariencias empezó a brillar. Y los frailes lo percibieron. Superó los estudios al sacerdocio con tesón y mucha ayuda del cielo, y en el ejercicio del ministerio se desvivió en el cuidado de los pobres con una caridad sin límite. Fue buscado como confesor; sus jornadas estuvieron entretejidas de mucha oración, ayuno y penitencias. También de milagros, éxtasis y levitaciones. Pero no tardaron en aparecer envidias y denuncias que hicieron que interviniera la Inquisición, condenándole a una especie de “arresto conventual”. 

Murió entre sus frailes en el convento de Ósimo, donde se encuentra su sepulcro. Cuando todo hacía presagiar una vida “aplastada” bajo el peso de tantas humillaciones y desprecios, “el Señor soberano fue su fuerza, le dio piernas de gacela y le hizo caminar por las alturas”. Y será conocido como “el santo de los vuelos”. Tremenda paradoja. Tras su muerte, un perfume extraordinario, que tantas veces había descubierto su presencia en los recovecos de los conventos, se difundió por todas partes y duró en su celda más de trece años.