El 17 de septiembre, la Orden Franciscana celebra la fiesta de la impresión de las llagas de Cristo en el cuerpo de san Francisco: manifestación externa de una largo camino de seguimiento, pertenencia e identificación con Cristo que llega a su culmen, a su cima.
Estando próxima la fiesta de la cruz de septiembre, fue una noche el hermano León, a la hora acostumbrada, para rezar los maitines con san Francisco. Lo mismo que otras veces, dijo desde el extremo de la pasarela: Domine, labia mea aperies, y san Francisco no respondió. El hermano León no se volvió atrás, como san Francisco se lo tenía ordenado, sino que, con buena y santa intención, pasó y entró suavemente en su celda; no encontrándolo, pensó que estaría en oración en algún lugar del bosque. Salió fuera y fue buscando sigilosamente por el bosque a la luz de la luna. Por fin oyó la voz de san Francisco, y, acercándose, lo halló arrodillado, con el rostro y las manos levantadas hacia el cielo, mientras decía lleno de fervor de espíritu: - ¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío? Y, ¿quién soy yo, gusano vilísimo e inútil siervo tuyo? Y repetía siempre las mismas palabras, sin decir otra cosa. El hermano León, fuertemente sorprendido de lo que veía, levantó los ojos y miró hacia el cielo; y, mientras estaba mirando, vio bajar del cielo un rayo de luz bellísima y deslumbrante, que vino a posarse sobre la cabeza de san Francisco; y oyó que de la llama luminosa salía una voz que hablaba con san Francisco; pero el hermano León no entendía lo que hablaba. Al ver esto, y reputándose indigno de estar tan cerca de aquel santo sitio donde tenía lugar la aparición y temiendo, por otra parte, ofender a san Francisco o estorbarle en su consolación si se daba cuenta, se fue retirando poco a poco sin hacer ruido, y desde lejos esperó hasta ver el final. Y, mirando con atención, vio cómo San Francisco extendía por tres veces las manos hacia la llama; finalmente, al cabo de un buen rato, vio cómo la llama volvía al cielo.