Espíritu de Amor eterno, que procedes del Padre y del Hijo, te damos gracias por todas las vocaciones con las que has bendecido a la Iglesia: por los apóstoles y discípulos del Señor Jesús, por los mártires, por las vírgenes consagradas, por los monjes, por los pastores, por los misioneros... ¡Continúa, todavía, te pedimos, esta tu obra!
Acuérdate de cuando, en Pentecostés, descendiste sobre los Apóstoles reunidos en oración con María, la madre de Jesús, y mira a tu Iglesia que tiene hoy una particular necesidad de sacerdotes, testigos fieles de tu gracia; tiene necesidad de consagrados y consagradas que manifiesten la profunda alegría de quien vive sólo para el Padre, de quien hace propia la misión y el ofrecimiento de Cristo, de quien construye con la caridad y la esperanza un mundo renovado.
Espíritu Santo, eres tú quien abre el corazón y la mente a la llamada divina; eres tú quien hace eficaz cada impulso al bien, a la verdad, al servicio; eres tú quien puede vencer miedos y resistencias, dudas y temores; eres tú quien puede transformarlos en confianza y valentía.
Ilumina el corazón y la mente de los jóvenes, para que nuevas vocaciones manifiesten la grandeza de tu amor y todos puedan conocer a Cristo, luz verdadera del mundo, para ofrecer a cada ser humano la segura esperanza de la vida eterna. ¡Ven, Espíritu Santo!