Poco después, el Señor le regaló sus primeros hermanos. El primero fue Bernardo, noble caballero de Asís. Y, junto a él, un tal Pedro. Francisco los llevó a Cristo, vivo y que habla en el Evangelio, yendo con ellos a una iglesia para pedirle «que les manifestase lo que debían de hacer». Pidieron a un sacerdote que les enseñase los textos evangélicos sobre «la renuncia al mundo», e inmediatamente los adoptaron como «forma de vida y regla para ellos y para todos los que quisieran unirse a ellos». Como advierte con agudeza el autor de la Leyenda de los Tres Compañeros, esto no fue más que el resultado de la transformación operada por Dios en Francisco y la confirmación ahora manifestada y comprobada de que su nueva vida no era fruto de otro capricho, sino obra de Dios.
Para obedecer a la llamada de Cristo, Bernardo y Pedro vendieron todos sus bienes y distribuyeron lo recaudado a los pobres, tomaron un hábito parecido al de Francisco y «desde entonces vivieron unidos según la forma del santo Evangelio que el Señor les había manifestado». Poco a poco comenzaron a llegar muchos más hermanos, de toda Italia, e incluso de otros países...
Sí, querido amigo, como nos recuerda el Papa Francisco con frecuencia, “quien conoce a Jesús, quien lo encuentra personalmente, permanece fascinado, atraído por tanta bondad, tanta verdad, tanta belleza, y todo en una gran humildad y sencillez... Cuántas personas, cuántos santos y santas, leyendo con corazón abierto el Evangelio, se han sentido tan conmovidos por Jesús, que se han convertido a Él. Pensemos en san Francisco de Asís: él ya era cristiano, pero un cristiano de “agua de rosas”. Cuando leyó el Evangelio, en un momento decisivo de su juventud, encontró a Jesús y descubrió el Reino de Dios, y entonces todos sus sueños de gloria terrena se desvanecieron. El Evangelio te hace conocer a Jesús verdadero, te hace conocer a Jesús vivo; te habla al corazón y te cambia la vida. Y entonces sí, dejas todo. Puedes cambiar efectivamente el tipo de vida, o seguir haciendo lo que hacías antes, pero tú eres otro, has renacido...”.
¡Al Señor Jesús gloria y alabanza!